Septiembre huele a humedad, porque muchos niños pequeños lloran al comenzar el curso. Se pegan a las faldas de su madre (que oculta sus propias lágrimas), se agarran a las piernas de su padre (que disimula el nudo en la garganta), gritan de rabia o se deshacen en sollozos. ¿Es inevitable?
Escolarización prematura
En España escolarizamos a edades demasiado tempranas. La ignorancia de la cultura dominante es atrevida y nos asegura que los niños pequeños “tienen que aprender a socializarse” y que eso se hace en colectividad. Así que metemos en guarderías (curioso nombre) a bebés de pocos meses que no se relacionan entre ellos. La Psicología Evolutiva nos explica que sólo tendrán estrategias para interactuar de forma autónoma con sus iguales a partir de los tres años. Y también que, hasta entonces, las habilidades sociales se construyen a través de la relación con la madre o figura que ejerza ese rol. Es decir, el bebé necesita atención individual y afectiva.
Llegados los tres años, pueden jugar con compañeros pero aún necesitan la presencia cercana y tranquilizadora de sus padres. En ningún caso están maduros para empezar a asimilar contenidos intelectuales o para pasar muchas horas al día sentados. Necesitan moverse, jugar y explorar el mundo que les rodea con la seguridad de que sus padres van a seguir estando ahí si vuelven la vista atrás.
En torno a los seis o siete años, que es cuando en realidad empieza la enseñanza obligatoria, los niños están verdaderamente preparados para acudir a diario a una institución en la que su sed de conocimiento para comprender el entorno puede ser saciada, donde las experiencias vividas hasta ahora a través de su cuerpo y su corazón pueden integrarse con un pensamiento coherente. No hay angustia por separarse de sus padres y toda su energía se pone a disposición del aprendizaje.
Entonces, ¿qué estamos haciendo?
Quizá sería más honesto reconocer que los adultos necesitamos escolarizar a los niños cuanto antes. Que no hay conciliación entre la vida laboral y familiar, que no podemos ni queremos renunciar a nuestro desarrollo profesional, que la maternidad y la paternidad están desprestigiadas y no tienen el hueco que requieren y merecen.
Entonces podríamos comprender que para los pequeños es pronto y que se les hace difícil. Entenderíamos su llanto, que luego ni nos miren cuando les recogemos o que no se separen ni un segundo de nosotros durante horas. Tal vez les dedicaríamos con más calidad el tiempo que compartimos al reencontrarnos al final del día y no llenaríamos sus tardes de actividades extraescolares. Asumiríamos la responsabilidad de atender nuestra necesidad en lugar de la suya y quizá les miraríamos con más benevolencia. Incluso podríamos revisar esa creencia de “lo tienen todo”, porque su habitación está llena de juguetes pero apenas pasamos tiempo con ellos de lunes a viernes.
Nuestras propias lágrimas y nuestro nudo en la garganta cobrarían sentido porque son el reflejo de los sentimientos de nuestros hijos. Dejaríamos de ser unos “blandengues” que tienen que disimular y mantener el tipo. Podríamos vivir más reconciliados con estas emociones tan espontáneas y naturales. En definitiva, estaríamos más cerca de nuestros pequeños, en cuerpo y alma.
¿Es sólo responsabilidad de las familias?
En realidad es un asunto social. Los políticos miran para otro lado y abren guarderías (de nuevo reflexionemos sobre el nombre) en lugar de ampliar la baja por maternidad, las empresas no facilitan horarios compatibles con la vida familiar y la sociedad en su conjunto apoya el desapego desde edades muy tempranas.
El siglo XXI no está hecho para los niños pequeños. Y ellos que ahora crecen prematuramente institucionalizados, que pasan tantas horas separados de sus padres, que hacen largas jornadas y sólo tienen un mes de vacaciones al año… ellos serán los adultos que llevarán las riendas del mundo en el futuro. Mientras no comprendamos esto, septiembre seguirá oliendo a humedad.
Berta Pérez Gutiérrez.