Escenas de Sindos
Ya hace más de un mes que regresé y todavía me parece respirar el penetrante olor de la antigua fábrica de piel, cerca de Sindos (Grecia) en la que actualmente viven 500 personas refugiadas. Los residuos tóxicos impregnan el aire y el agua, que ha tardado meses en superar los controles de potabilidad. Con ese agua, las mujeres lavan la ropa de niños y adultos. Con ese agua – fría – bañan a sus pequeños en cabinas de plástico – también frías -. Es el agua que beben y con la que cocinan.
Violencia
Mi compañera de voluntariado llega desencajada. Acaba de presenciar una paliza atroz de un marido a su mujer. “Delante de todo el mundo. Ante los militares, los voluntarios y los refugiados, todos lo han visto y nadie ha hecho nada”. Me cuenta que no es la primera vez que pasa, que ella está en contacto con una abogada para intentar que esa situación de impunidad y violencia cese. “Pero todo sigue igual”, dice. “Nadie se atreve a intervenir”.
Los más pequeños aprenden por imitación, y presencio una escena violenta entre hermanos. Estoy jugando con Hamed (3 años). Su hermana Amal (4 años) viene a buscarle porque su padre les reclama. Hamed no quiere marcharse y le dice que no. Amal se enfada, intuyo que está celosa, y empieza a golpearle con fuerza. Me sorprende mucho su brutalidad porque es muy pequeña. La paro, “así no, pídeselo pero no le pegues”. Lo intenta, pero parece como si no pudiera evitarlo, como si se le escapara la mano en un nuevo golpe, más fuerte que el anterior. Así estamos un buen rato, Hammed diciendo que no, Ammal queriendo pegarle y yo parándola. Finalmente, Hammed comprende que tiene que marcharse y se va con su hermana. Me quedo mirándoles con el corazón encogido, sin saber qué va a ocurrir exactamente cuando lleguen a su tienda…
Mucha gente piensa que estos comportamientos son culturales, quizá fruto de determinadas creencias religiosas… Sin entrar en esas valoraciones, también me pregunto qué tipo de justificación sostiene que 500 personas (¡sólo en Sindos!) vivan en tiendas de campaña, entre ratas e insectos, frío y humedad… ¿eso no es violento?
También es violento ver llegar a un taxi al campamento. Una familia de refugiados se baja. De algún modo han conseguido dinero y han ido al supermercado de Sindos a comprar comida y cosas que necesitaban. Se bajan con la cabeza muy alta, con la dignidad de quien dispone de su vida y su libertad, de quien puede abastecer a sus hijos de lo más básico. El resto del campo les contempla en silencio. Supongo que se mueve una mezcla de envidia, nostalgia de otros tiempos de “normalidad”, ganas de quitarles lo que han conseguido, rabia de no poder hacer lo mismo…
Violencia con la que frotan a sus bebés en el baño que se les proporciona en el “Baby Hammam”. Parece como si quisieran arrancarles algo de la piel… ¿el penetrante olor de la fábrica? ¿el dolor de la guerra? ¿el viaje espeluznante hasta Europa? ¿la rabia de no tener nada, na saber nada sobre su futuro, no decidir nada, no ser nada?
Niños que lloran
Escucho un llanto. Estoy trabajando y no puedo acercarme. Cuando termino, la pequeña sigue llorando y salgo a su encuentro. Veo a 4 niñas de aproximadamente 18 meses, todas mirando hacia adelante, petrificadas. Ni siquiera se miran entre ellas o están giradas hacia la que llora con tanto desconsuelo. Les pregunto qué ha pasado y nadie contesta. Tomo en brazos a la pequeña bañada en lágrimas y al instante se entrega al abrazo. Poco a poco se va calmando. Pasa una mujer y habla con ella. Le pregunto si conoce a su madre y si puede llevarla a su tienda. Asiente y dejo a la niña en el suelo, pero automáticamente vuelve a llorar. La llevo en brazos con su familia. Abre la cortina de la tienda un hombre, su padre. Sin mediar palabra, deja paso para que la pequeña entre. No le dice nada, no me dice nada. En la tienda, como en casi todo el campo de refugiados reina un gran silencio.
Otros niños lloran, aterrorizados, ante el estallido de un trueno. Creen que son ataques aéreos, “como en Siria”, les asusta ver que aún no están a salvo… Los adultos también se echan a temblar ante esta tormenta que parece un bombardeo.
Me sorprende la facilidad con la que los niños se entregan a los brazos de las voluntarias. Nos buscan todo el rato, quieren juegos y mimos, cosquillas y abrazos. ¿Dónde están sus madres? O sus padres? Los adultos pasan horas y horas durante el día encerrados en tiendas de campaña de 2 metros cuadrados, sin ganas de nada… Los campos de refugiados no tienen puertas ni vallas, cualquiera puede entrar y salir. Pero, ¿a dónde? Sin papeles, sin dinero, sin futuro, están encerrados entre muros invisibles.
Herida abierta
Hace más de 5 años que la guerra empezó en Siria. 4,8 millones de personas se han desplazado, en un movimiento migratorio sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial. Cada refugiado ha dejado atrás familiares, vivos o muertos, y toda una vida. Es trauma se palpa en los campamentos, se respira, como una gran herida abierta, en carne viva. Siento que todo ese dolor se va pegando a mi piel según avanzan los días, y un nudo en la garganta que todavía no se ha deshecho.
Una corriente de amor
Los refugiados nos dan las gracias. Casi todos los días me expresan su agradecimiento por el trabajo que hacemos allí los voluntarios, nos ven generosos y amables. Yo tengo ganas de decirles que somos los mismos que les cerramos las fronteras, que les dejamos viviendo en esas condiciones, que tenemos miedo de que nos quiten el trabajo. Me da vergüenza que me den las gracias.
Pero al mismo tiempo me siento envuelta en esa corriente de amor, que supongo que es la misma que ellos perciben y agradecen. Esa sensación de participar en un movimiento en el que hay mucha gente preocupada por mucha gente, esa red infinita a través de la que trabajamos hombro con hombro, sean cuales sean las circunstancias. Me alivió ver que la ropa que enviamos, llega. Que los pañales, las toallitas, los jabones…. llegan. Y el horror de la situación se mezcla con un sentimiento reconfortante, humano. Es difícil de explicar…
Espero que haya un “escenas de Sindos II”, porque quedan muchas cosas por contar. Difunde esta realidad que no encontramos en los medios de comunicación.
Berta Pérez Gutiérrez.
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